domingo, 17 de junio de 2012

Lo que acaba de suceder es que la Náusea ha desaparecido


"Ya estoy harto; llamo a la sirvienta:

—Madeleine, ponga algo en el fonógrafo, sea buena. Eso que me gusta, ¿sabe?: Some of these days.

—Sí, pero tal vez moleste a los señores; no les agrada la música cuando están
jugando. Ah, voy a preguntarles.

Hago un gran esfuerzo y vuelvo la cabeza. Son cuatro. Ella se inclina sobre un
viejo color púrpura que lleva en la punta de la nariz lentes de aro negro. El viejo
oculta el juego contra el pecho y me echa una mirada desde abajo.

—Cómo no, señor.

Sonrisas. Tiene los dientes podridos [...]

[...] Madeleine mueve la manivela del fonógrafo. Con tal de que no se haya equivocado, con tal de que no haya puesto, como el otro día, el aria de Caballería Rusticana.  Pero no, está bien, lo reconozco desde los primeros compases. Es un viejo  rag-time  con estribillo cantado. Lo oí en 1917 a soldados americanos en las calles de La Rochelle. Ha de ser anterior a la guerra.  Pero el registro es mucho más reciente. Con todo, es el disco más viejo de la colección, un disco Pathé para púa de zafiro.
En seguida vendrá el estribillo: es lo que más me gusta, sobre todo la manera abrupta de arrojarse hacia adelante, como  un acantilado contra el mar. Por el momento, toca el  jazz;  no hay melodía, sólo notas, una miríada de breves sacudidas. No conocen reposo; un orden  inflexible las genera y destruye; sin dejarles nunca tiempo para recobrarse, para existir por sí. Corren, se apiñan, me
dan al pasar un golpe seco y se aniquilan. Me gustaría retenerlas, pero sé que si llegara a detener una, sólo quedaría  entre mis dedos un  sonido canallesco y languideciente. Tengo que aceptar su muerte; hasta debo  querer  esta muerte; conozco pocas impresiones más ásperas o más fuertes.

Comienzo a calentarme, a sentirme feliz. Todavía no es nada extraordinario, es una pequeña dicha de Náusea: se despliega en el fondo del charco viscoso, en el fondo de nuestro tiempo —el tiempo de los tirantes malva y de las banquetas desfondadas—; está hecha de instantes amplios y blandos, que se agrandan por los bordes como una mancha de aceite. Apenas nacida, es vieja; me parece que la conozco desde hace veinte años. Hay otra dicha: afuera está esa banda de acero, la estrecha duración de la música, que atraviesa nuestro tiempo de lado a lado, y lo rechaza y lo desgarra con sus pumitas secas; hay otro tiempo.

—El señor Randu juega corazón; tú echas el as.

La voz se desliza y desaparece. Nada hace mella en la cinta de acero: ni la puerta que se abre, ni la bocanada de aire frío que se cuela sobre mis rodillas, ni la llegada del veterinario con su nieta: la música horada esas formas vagas y las traspasa. No bien se sienta, la niña  queda suspensa; permanece rígida, con los ojos muy abiertos; escucha frotando la mesa con el puño.

Unos segundos más y cantará la negra.  Parece inevitable, tan fuerte es la necesidad de esta música; nada puede interrumpirla, nada que venga del tiempo donde está varado el mundo; cesará sola, por orden. Esta hermosa voz me gusta sobre todo, no por su amplitud ni su tristeza, sino porque es el acontecimiento que tantas notas han preparado desde lejos, muriendo para que ella nazca. Y sin embargo, estoy inquieto; bastaría tan poco para que el disco se detuviera: un resorte roto, un capricho del primo Adolphe. Qué extraño, qué conmovedor que esta duración sea tan frágil. Nada puede interrumpirla y todo puede quebrantarla. El último acorde se ha aniquilado. En el breve silencio que sigue, siento fuertemente que ya está, que algo ha sucedido. Silencio.

Some of these days 
You’ll miss me honey.

Lo que acaba de suceder es que la Náusea ha desaparecido. Cuando la voz se elevó en el silencio, sentí que mi cuerpo se endurecía; y la Náusea se desvaneció. De golpe; era casi penoso ponerse así de duro, de rutilante. Al mismo tiempo la duración de la música se dilataba, se hinchaba como una bomba. Llenaba la sala con su transparencia metálica, aplastando contra las paredes nuestro tiempo miserable. Estoy en la Náusea. En los espejos ruedan globos de fuego; anillos de humo los circundan, y giran, velando y descubriendo la  dura sonrisa de la luz.

Mi vaso de cerveza se ha empequeñecido, se aplasta sobre la mesa; parece denso, indispensable. Quiero tomarlo y sopesarlo, extiendo la mano... ¡Dios mío! Esto es, sobre todo, lo que ha cambiado: mis ademanes. Este movimiento de mi brazo se ha desarrollado como un tema majestuoso, se ha deslizado a lo largo del canto de la negra; me pareció que yo bailaba.

El rostro de Adolphe está ahí, apoyado contra la pared chocolate; parece muy próximo. En el momento en que mi mano se cerraba, vi su cabeza; tenía la evidencia, la necesidad de una conclusión. Oprimo mis dedos contra el vidrio, miro a Adolphe: soy feliz. [...]

[...] Estoy emocionado, siento mi cuerpo como una máquina de precisión en reposo. Yo he tenido verdaderas aventuras. No recuerdo ningún detalle, pero veo el encadenamiento riguroso de las  circunstancias. He cruzado mares, he dejado atrás ciudades y be remontado ríos; me interné en las selvas buscando siempre nuevas ciudades. He tenido mujeres, he peleado con individuos, y nunca pude volver atrás, como no puede un disco girar al revés. ¿Y  a dónde  me  llevaba todo aquello? A este instante, a esta banqueta, a esta burbuja de claridad rumorosa de música.

And when you leave me

Sí, yo que tanto gusté de sentarme en Roma a orillas del Tíber; de bajar y remontar cien veces las Ramblas de Barcelona, a la noche; yo que cerca de Angkor, en el islote de Baray de Prah-Kan vi una baniana que anudaba sus raíces alrededor de la capilla de los nagas, estoy aquí, vivo en el mismo instante que los jugadores de malilla, escucho a una negra que canta mientras afuera vagabundea
la noche débil. El disco se ha detenido. La noche entra dulzona, vacilante. Es  invisible, pero está ahí, vela las lámparas; en el aire se respira algo espeso: es ella. Hace frío. Uno de los jugadores empuja las cartas en desorden hacia otro que las recoge. Un naipe ha quedado atrás. ¿No lo ven? Es el nueve de corazones. Por fin alguien lo entrega al joven de cabeza perruna.

—¡Ah! Es el nueve de corazones.

Está bien. Voy a irme. El viejo violáceo se inclina sobre ana hoja chupando la punta de un lápiz. Madeleine lo mira con ojos claros  y vacíos. El muchacho da vueltas entre sus dedos al nueve de corazones. ¡Dios mío ...! Me levanto penosamente; en el espejo,  sobre el cráneo del veterinario, veo
deslizarse un rostro inhumano."


Jean-Paul Sartre

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