Who's prepare to pay the price for a trip to paradise? Billie Holiday, Love for sale
Gorrión triste que anida entre el piano y el humo, esta garganta inventa la sustancia más oscura de la noche. Revelación de lo que existe detrás de la ingrávida tiniebla de los predestinados, carne inútil e intensa como este canto de embriaguez, lámpara votiva de las alucinaciones, luna sembrada de alcohol, muchacha que flota, muchacha que vuela, alambre vivo, ella nombra el sustrato profundo de los cuerpos, aguja que teje un sol líquido a la sangre, oh baby, quiero dormir. Darío Jaramillo Agudelo
—Madeleine,
ponga algo en el fonógrafo, sea buena. Eso que me gusta, ¿sabe?:
Some of these days.
—Sí,
pero tal vez moleste a los señores; no les agrada la música cuando están
jugando.
Ah, voy a preguntarles.
Hago
un gran esfuerzo y vuelvo la cabeza. Son cuatro. Ella se inclina sobre un
viejo
color púrpura que lleva en la punta de la nariz lentes de aro negro. El viejo
oculta
el juego contra el pecho y me echa una mirada desde abajo.
—Cómo
no, señor.
Sonrisas.
Tiene los dientes podridos [...]
[...] Madeleine
mueve la manivela del fonógrafo. Con tal de que no se haya equivocado, con tal
de que no haya puesto, como el otro día, el aria de Caballería Rusticana. Pero no, está bien, lo reconozco desde los
primeros compases. Es un viejo rag-time
con estribillo cantado. Lo oí en 1917 a soldados americanos en las calles
de La Rochelle. Ha de ser anterior a la guerra.
Pero el registro es mucho más
reciente. Con todo, es el disco más viejo de la colección, un disco Pathé para púa
de zafiro.
En
seguida vendrá el estribillo: es lo que más me gusta, sobre todo la manera abrupta
de arrojarse hacia adelante, como un
acantilado contra el mar. Por el momento,
toca el jazz; no hay melodía, sólo notas, una miríada de
breves sacudidas.
No conocen reposo; un orden inflexible
las genera y destruye; sin dejarles
nunca tiempo para recobrarse, para existir por sí. Corren, se apiñan, me
dan
al pasar un golpe seco y se aniquilan. Me gustaría retenerlas, pero sé que si llegara
a detener una, sólo quedaría entre mis
dedos un sonido canallesco y languideciente.
Tengo que aceptar su muerte; hasta debo
querer esta muerte; conozco
pocas impresiones más ásperas o más fuertes.
Comienzo
a calentarme, a sentirme feliz. Todavía no es nada extraordinario, es
una pequeña dicha de Náusea: se despliega en el fondo del charco viscoso, en el
fondo de nuestro tiempo —el tiempo de los tirantes malva y de las banquetas desfondadas—;
está hecha de instantes amplios y blandos, que se agrandan por los
bordes como una mancha de aceite. Apenas nacida, es vieja; me parece que la conozco
desde hace veinte años. Hay
otra dicha: afuera está esa banda de acero, la estrecha duración de la música,
que atraviesa nuestro tiempo de lado a lado, y lo rechaza y lo desgarra con
sus pumitas secas; hay otro tiempo.
—El
señor Randu juega corazón; tú echas el as.
La
voz se desliza y desaparece. Nada hace mella en la cinta de acero: ni la puerta
que se abre, ni la bocanada de aire frío que se cuela sobre mis rodillas, ni la
llegada del veterinario con su nieta: la música horada esas formas vagas y las traspasa.
No bien se sienta, la niña queda
suspensa; permanece rígida, con los ojos
muy abiertos; escucha frotando la mesa con el puño.
Unos
segundos más y cantará la negra. Parece
inevitable, tan fuerte es la necesidad
de esta música; nada puede interrumpirla, nada que venga del tiempo donde
está varado el mundo; cesará sola, por orden. Esta hermosa voz me gusta sobre
todo, no por su amplitud ni su tristeza, sino porque es el acontecimiento que
tantas notas han preparado desde lejos, muriendo para que ella nazca. Y sin embargo,
estoy inquieto; bastaría tan poco para que el disco se detuviera: un resorte
roto, un capricho del primo Adolphe. Qué extraño, qué conmovedor que esta
duración sea tan frágil. Nada puede interrumpirla y todo puede quebrantarla. El
último acorde se ha aniquilado. En el breve silencio que sigue, siento fuertemente
que ya está, que algo ha sucedido. Silencio.
Some of these days
You’ll miss me honey.
Lo
que acaba de suceder es que la Náusea ha desaparecido. Cuando la voz se elevó
en el silencio, sentí que mi cuerpo se endurecía; y la Náusea se desvaneció. De
golpe; era casi penoso ponerse así de duro, de rutilante. Al mismo tiempo la duración
de la música se dilataba, se hinchaba como una bomba. Llenaba la sala con
su transparencia metálica, aplastando contra las paredes nuestro tiempo miserable.
Estoy en la Náusea. En los espejos ruedan globos de fuego; anillos de humo
los circundan, y giran, velando y descubriendo la dura sonrisa de la luz.
Mi
vaso de cerveza se ha empequeñecido, se aplasta sobre la mesa; parece denso, indispensable.
Quiero tomarlo y sopesarlo, extiendo la mano... ¡Dios mío! Esto es, sobre
todo, lo que ha cambiado: mis ademanes. Este movimiento de mi brazo se ha
desarrollado como un tema majestuoso, se ha deslizado a lo largo del canto de la
negra; me pareció que yo bailaba.
El
rostro de Adolphe está ahí, apoyado contra la pared chocolate; parece muy próximo.
En el momento en que mi mano se cerraba, vi su cabeza; tenía la evidencia,
la necesidad de una conclusión. Oprimo mis dedos contra el vidrio, miro
a Adolphe: soy feliz. [...]
[...] Estoy
emocionado, siento mi cuerpo como una máquina de precisión en reposo.
Yo he tenido verdaderas aventuras. No recuerdo ningún detalle, pero veo
el encadenamiento riguroso de las
circunstancias. He cruzado mares, he dejado
atrás ciudades y be remontado ríos; me interné en las selvas buscando siempre
nuevas ciudades. He tenido mujeres, he peleado con individuos, y nunca
pude volver atrás, como no puede un disco girar al revés. ¿Y a dónde
me llevaba
todo aquello? A este instante, a esta banqueta, a esta burbuja de claridad rumorosa
de música.
And
when you leave me
Sí,
yo que tanto gusté de sentarme en Roma a orillas del Tíber; de bajar y remontar
cien veces las Ramblas de Barcelona, a la noche; yo que cerca de Angkor,
en el islote de Baray de Prah-Kan vi una baniana que anudaba sus raíces alrededor
de la capilla de los nagas, estoy aquí, vivo en el mismo instante que los jugadores
de malilla, escucho a una negra que canta mientras afuera vagabundea
la
noche débil. El
disco se ha detenido. La
noche entra dulzona, vacilante. Es
invisible, pero está ahí, vela las lámparas;
en el aire se respira algo espeso: es ella. Hace frío. Uno de los jugadores
empuja las cartas en desorden hacia otro que las recoge. Un naipe ha quedado
atrás. ¿No lo ven? Es el nueve de corazones. Por fin alguien lo entrega al
joven de cabeza perruna.
—¡Ah!
Es el nueve de corazones.
Está
bien. Voy a irme. El viejo violáceo se inclina sobre ana hoja chupando la punta
de un lápiz. Madeleine lo mira con ojos claros
y vacíos. El muchacho da vueltas
entre sus dedos al nueve de corazones. ¡Dios mío ...! Me
levanto penosamente; en el espejo, sobre
el cráneo del veterinario, veo
Viene del lado inmóvil del tiempo,
suena
desde una cueva oscura esa voz que nadie localiza,
flota en el aire,
se empoza en la nostalgia, como un presagio líquido,
surcando la penumbra gris del atardecer.
He aquí, en un remolino de pájaros, la música;
el vértigo indomable de la voz, y John Lennon
sueña, imagina,
eleva
la construcción del grito,
la precisión insomne
de la luz insaciada.
John Lennon, a lo lejos,
trepa por el crepúsculo,
y reverdece el cauce del calendario,
como si un maremoto,
recorriendo el declive de la memoria,
el velo del origen descorriera.
He aquí la perfección de la tristeza
que mide la distancia de la noche,
su indescifrable código,
sus ocultos designios,
en tanto
dilapida sus pétalos la duda.
No es acaso John Lennon quien cruza la avenida,
sino una sombra dulce que no borró la lluvia,
anclada a un tocadiscos que, pese a todo, suena,
mientras entre los sauces se atrinchera el otoño.
Viejo solitario de la tarde,
te veo con tu vaso de ron, escribiendo
tu tristeza de niebla, trajinante
como una yegua loca, sorbiendo lentamente
una lágrima gris, deslucida, amarillando
junto a la briosa estación del verano.
Te veo envuelto en papeles oscuros
en el departamento quieto, separado
de la ciudad, caminando en sigilo,
viendo que gota a gota se te escapaba el cielo,
huyendo en la bruma metálica de la lluvia,
resguardado en los terribles potros que cabalgaban
tu antiguo vicio de llorar despierto.
Te resucito en las pavesas alejadas
en las remotas playas del insomnio acezante
y en los inquietos torbellinos de espera.
De niño te encuentro en un caserón deshabitado
y siento crecer en ti brillantes mariposas,
el júbilo de los cuerpos desconocidos
deseados en cualquier parte.
Te quiero en ese resplandor de miedo voluptuoso
donde nació el acento melancólico,
en las ventanas del sueño, en ese gemir suave
de adolescente incendiado en el otoño,
te quiero en el vaivén de habitaciones olvidadas,
ignorado en escalerillas fantasmas,
martillando una angustia sin nombre,
tragando besos sucios a hurtadillas del día,
comprando una primavera inexistente
bajo un silencio de sombras y sábanas revueltas.
Te busco guarecido en oscuros cinematógrafos,
hundido en cualquier esquina, pensativo,
rumiando tu ingenuidad desmelenada,
sentado en algún bar, fugitivo en derrota,
oyendo un vulgar silbido de jauría,
almacenando siluetas, rompiendo espejos falsos,
lanzando amargas flechas sin respuesta.
Y te gustaba pasear sobre los puentes,
sentir correr los ríos, oír el mar,
te esfumabas con las volutas del ocaso
y mirabas de vez en cuando a las estrellas.
A veces te dolía la vida, casi recuerdo tu gesto,
tu voz taciturna, aquellos ojos que se perdían
tras una lejanía invisible,
tus manos desgranadas en las puertas del alba,
la canción siempre hirviendo en tus torres de espanto,
el violín cabizbajo que reptaba tu ensueño
la máquina de escribir que te seguía
y los discos de jazz disfrazándose en la penumbra.
Entonces añoro las cortinas regadas en torno tuyo,
ese misterio vacío, esa leyendas de avenidas esparcidas,
la guitarra del viento acompañada de roncas voces,
las vacilantes perspectivas de los desvanes macilentos,
el suicidio de peregrinas campanas desquiciadas
desapareciendo en las esclusas derruidas del tiempo.
Añoro las dispersas ansiedades que desgarraron
tu vibrar de avecilla desgajada al invierno,
tu displicente recorrido de espermas apagadas,
la aguja que rompía tu vibrante relámpago,
la cuchilla del sexo trepanndo tus nervios,
tu tibio abrazo dulce de ruiseñor tremendo,
las noches en que el mundo te crujía insepulto
tras una cordillera de plumajes azules,
la rosa que perdiste en las veredas náuticas,
la emoción presentida, los caminos abiertos
a tus zapatos que hollaban las inciertas regiones
donde un ancla de bermellón ataja los placeres prohibidos
tras las puertas abiertas desbocadas al sueño.
Te siento pasajero, de una inmensidad amorfa
viviendo en las filas de los que retan, en esa
difícil soledad de ir cargando una cantidad de absurdas cosas,
entre fórmulas aparatosas y obligadas,
en una pirámide de aburrimientos continuados,
y el hastío de ir repitiendo historias
en evasiones que se esconden en laberintos
dislocados, en ese rugir sordo que nace y quema,
en la protesta que vuelca y hiere
junto a las murallas.
Porque llega la hora en que ya nada importa
y entonces explotaron tus versos, te regaste
como una erupción incandescente, como una lava violenta.
Porque morías en la secuencia de las semanas
de disecadas focas, en las farolas mudas
que quiebran los anhelos caracoleantes,
en los lechos abandonados, en los cocodrilos
de taxidermia inconclusa, en los años que doblan,
en ese instante de ya no sorprenderse,
en ese susto repentino que arrasaba, desolador,
temible, en la repentina voz que aullaba
exigente, profunda, en un fluido de fiebre
como una líquida plataforma que te llevara.
Ahí estaban las azoteas del hielo,
el grito partiéndose en pedazos,
la atribulada pesadumbre de repartirse,
de huir, de esconderse en suburbios pedregosos,
de ser frágil, de humo, efímero, de sólo aventar
un ruego caldeado en disgregados cristales,
en un frío que recorría callejones sonámbulos,
intemperies agonizando bajo epilépticos alambres
sincronizados al fúnebre estertor.
Y te esfumabas en la sangre disuelta de los cadáveres morados,
en la serenidad del paseante
que violaba las tiránicas ataduras, en la fiera,
inextinguible antorcha que encendías, en la valiente
y dolorosa actitud de ser tú mismo.
No era necesaria una nueva acometida de la soledad
para que lo supiera.
Navegaba la mar por un rumbo desconocido para mis manos.
Donde el amor moró y tuvo reino
queda ya sólo un muro que avasalla la hierba.
Queda una hoja de papel no en blanco
donde está anocheciendo.
Donde goteaba luceros una noche
sobre unos hombros limpios como verdad mostrada,
sólo queda una brisa sin destino.
Donde una mujer fundara un beso,
sólo árboles postrados al invierno.
Y no era necesario decirlo.
El corazón sin que sea una lágrima
puede sombrear las mejillas.
La ventana da a la tristeza.
Apoyo los codos en el pasado y, sin mirar, tu ausencia
me penetra en el pecho para lamer mi corazón.
El aire es una mano que está hojeando mi frente.
Mi frente donde la luna es una inscripción,
una voz esculpiendo su olvido.
Como humo la luna se levanta
de entre las ruinas del atardecer.
Es muy temprano en ese azul sin rostro.
No era necesario enturbiar la soledad
con el polvo de un beso disuelto.
No era necesario
memorizar la noche en una lágrima.
Labios sobrecogidos de olvido,
pulsaciones de un oleaje de mar ya retirándose,
ruido de nubes que el otoño piensa.
Hay lápices en forma de tiempo, vasos de agua
donde el anochecer flota en silencio.
Hay una rama de árbol como un brazo esculpido
por algún abandono.
Hay miradas y cartas donde la noche
puso en marcha al vacío,
a las frentes que extinguen su remoto color
sobre letras que enlazan señales de viaje.
Aquí está la tarde.
Puede enrolarse en ella quien esté enamorado.
Aquí está la tarde para designar una ausencia.
Suena en mi pecho el mundo
como un árbol ganado por el viento.
No era necesaria la tarde, tampoco este cigarro cuyo humo
puede ser otra mano evaporándose.
Invernará la noche en mi pecho.
No era necesario saberlo.
No tiene importancia.
Espero una carta todavía no escrita
donde el olvido me nombre su heredero.
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Rayuela - Mariposacuriosa
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua.
Julio Cortázar & Chet Baker
The touch of your lips upon my brow, Your lips that are cool and sweet, Such tenderness lies in their soft caress, My heart forgets to beat.
The touch of your hands upon my head, The love in your eyes a-shine, And now, at last, that moment divine, The touch of your lips on mine.
[…] Quemándose la boca con un largo trago de vodka, Oliveira pasó el brazo por los hombros de Babs y se apoyó en su cuerpo confortable. «Los intercesores», pensó, hundiéndose blandamente en el humo del tabaco. La voz de Bessie se adelgazaba hacia el fin del disco, ahora Ronald daría vuelta la placa de bakelita (si era bakelita) y de ese pedazo de materia gastada renacería una vez más Empty Bed Blues, una noche de los años veinte en algún rincón de los Estados Unidos.
Ronald había cerrado los ojos, las manos apoyadas en las rodillas marcaban apenas el ritmo. También Wong y Etienne habían cerrado los ojos, la pieza estaba casi a oscuras y se oía chirriar la púa en el viejo disco, a Oliveira le costaba creer que todo eso estuviera sucediendo. ¿Por qué allí, por qué el Club, esas ceremonias estúpidas, por qué era así ese blues cuando lo cantaba Bessie?
¡Ay dolor!, ¿eres amor? A veces me exasperan los ritmos del Jazz hot Y es tan solo ternura mi desesperación. A veces… Yo no sé. Cuando sale tan sola la voz del saxofón Y me llora por los adentros aquel niño de ayer, Aquel, aquel… Yo no sé. A veces, cuando truena la vida sin sentido, A veces… Yo no sé. El saxo es como un niño que se fue por el bosque Y yo me voy por él Buscando la casita del buen leñador O la de caramelo, O la de…, Buscando no sé qué, Hermano saxofón. ¡Eh¡ Que no quiero llorar más, Ni recordar, ni pensar. ¡Eh…!