"Ya
estoy harto; llamo
a la sirvienta:
—Madeleine,
ponga algo en el fonógrafo, sea buena. Eso que me gusta, ¿sabe?:
Some of these days.
—Sí,
pero tal vez moleste a los señores; no les agrada la música cuando están
jugando.
Ah, voy a preguntarles.
Hago
un gran esfuerzo y vuelvo la cabeza. Son cuatro. Ella se inclina sobre un
viejo
color púrpura que lleva en la punta de la nariz lentes de aro negro. El viejo
oculta
el juego contra el pecho y me echa una mirada desde abajo.
—Cómo
no, señor.
Sonrisas.
Tiene los dientes podridos [...]
[...] Madeleine
mueve la manivela del fonógrafo. Con tal de que no se haya equivocado, con tal
de que no haya puesto, como el otro día, el aria de Caballería Rusticana. Pero no, está bien, lo reconozco desde los
primeros compases. Es un viejo rag-time
con estribillo cantado. Lo oí en 1917 a soldados americanos en las calles
de La Rochelle. Ha de ser anterior a la guerra.
Pero el registro es mucho más
reciente. Con todo, es el disco más viejo de la colección, un disco Pathé para púa
de zafiro.
En
seguida vendrá el estribillo: es lo que más me gusta, sobre todo la manera abrupta
de arrojarse hacia adelante, como un
acantilado contra el mar. Por el momento,
toca el jazz; no hay melodía, sólo notas, una miríada de
breves sacudidas.
No conocen reposo; un orden inflexible
las genera y destruye; sin dejarles
nunca tiempo para recobrarse, para existir por sí. Corren, se apiñan, me
dan
al pasar un golpe seco y se aniquilan. Me gustaría retenerlas, pero sé que si llegara
a detener una, sólo quedaría entre mis
dedos un sonido canallesco y languideciente.
Tengo que aceptar su muerte; hasta debo
querer esta muerte; conozco
pocas impresiones más ásperas o más fuertes.
Comienzo
a calentarme, a sentirme feliz. Todavía no es nada extraordinario, es
una pequeña dicha de Náusea: se despliega en el fondo del charco viscoso, en el
fondo de nuestro tiempo —el tiempo de los tirantes malva y de las banquetas desfondadas—;
está hecha de instantes amplios y blandos, que se agrandan por los
bordes como una mancha de aceite. Apenas nacida, es vieja; me parece que la conozco
desde hace veinte años. Hay
otra dicha: afuera está esa banda de acero, la estrecha duración de la música,
que atraviesa nuestro tiempo de lado a lado, y lo rechaza y lo desgarra con
sus pumitas secas; hay otro tiempo.
—El
señor Randu juega corazón; tú echas el as.
La
voz se desliza y desaparece. Nada hace mella en la cinta de acero: ni la puerta
que se abre, ni la bocanada de aire frío que se cuela sobre mis rodillas, ni la
llegada del veterinario con su nieta: la música horada esas formas vagas y las traspasa.
No bien se sienta, la niña queda
suspensa; permanece rígida, con los ojos
muy abiertos; escucha frotando la mesa con el puño.
Unos
segundos más y cantará la negra. Parece
inevitable, tan fuerte es la necesidad
de esta música; nada puede interrumpirla, nada que venga del tiempo donde
está varado el mundo; cesará sola, por orden. Esta hermosa voz me gusta sobre
todo, no por su amplitud ni su tristeza, sino porque es el acontecimiento que
tantas notas han preparado desde lejos, muriendo para que ella nazca. Y sin embargo,
estoy inquieto; bastaría tan poco para que el disco se detuviera: un resorte
roto, un capricho del primo Adolphe. Qué extraño, qué conmovedor que esta
duración sea tan frágil. Nada puede interrumpirla y todo puede quebrantarla. El
último acorde se ha aniquilado. En el breve silencio que sigue, siento fuertemente
que ya está, que algo ha sucedido. Silencio.
Some of these days
You’ll miss me honey.
Lo
que acaba de suceder es que la Náusea ha desaparecido. Cuando la voz se elevó
en el silencio, sentí que mi cuerpo se endurecía; y la Náusea se desvaneció. De
golpe; era casi penoso ponerse así de duro, de rutilante. Al mismo tiempo la duración
de la música se dilataba, se hinchaba como una bomba. Llenaba la sala con
su transparencia metálica, aplastando contra las paredes nuestro tiempo miserable.
Estoy en la Náusea. En los espejos ruedan globos de fuego; anillos de humo
los circundan, y giran, velando y descubriendo la dura sonrisa de la luz.
Mi
vaso de cerveza se ha empequeñecido, se aplasta sobre la mesa; parece denso, indispensable.
Quiero tomarlo y sopesarlo, extiendo la mano... ¡Dios mío! Esto es, sobre
todo, lo que ha cambiado: mis ademanes. Este movimiento de mi brazo se ha
desarrollado como un tema majestuoso, se ha deslizado a lo largo del canto de la
negra; me pareció que yo bailaba.
El
rostro de Adolphe está ahí, apoyado contra la pared chocolate; parece muy próximo.
En el momento en que mi mano se cerraba, vi su cabeza; tenía la evidencia,
la necesidad de una conclusión. Oprimo mis dedos contra el vidrio, miro
a Adolphe: soy feliz. [...]
[...] Estoy
emocionado, siento mi cuerpo como una máquina de precisión en reposo.
Yo he tenido verdaderas aventuras. No recuerdo ningún detalle, pero veo
el encadenamiento riguroso de las
circunstancias. He cruzado mares, he dejado
atrás ciudades y be remontado ríos; me interné en las selvas buscando siempre
nuevas ciudades. He tenido mujeres, he peleado con individuos, y nunca
pude volver atrás, como no puede un disco girar al revés. ¿Y a dónde
me llevaba
todo aquello? A este instante, a esta banqueta, a esta burbuja de claridad rumorosa
de música.
And
when you leave me
Sí,
yo que tanto gusté de sentarme en Roma a orillas del Tíber; de bajar y remontar
cien veces las Ramblas de Barcelona, a la noche; yo que cerca de Angkor,
en el islote de Baray de Prah-Kan vi una baniana que anudaba sus raíces alrededor
de la capilla de los nagas, estoy aquí, vivo en el mismo instante que los jugadores
de malilla, escucho a una negra que canta mientras afuera vagabundea
la
noche débil. El
disco se ha detenido. La
noche entra dulzona, vacilante. Es
invisible, pero está ahí, vela las lámparas;
en el aire se respira algo espeso: es ella. Hace frío. Uno de los jugadores
empuja las cartas en desorden hacia otro que las recoge. Un naipe ha quedado
atrás. ¿No lo ven? Es el nueve de corazones. Por fin alguien lo entrega al
joven de cabeza perruna.
—¡Ah!
Es el nueve de corazones.
Está
bien. Voy a irme. El viejo violáceo se inclina sobre ana hoja chupando la punta
de un lápiz. Madeleine lo mira con ojos claros
y vacíos. El muchacho da vueltas
entre sus dedos al nueve de corazones. ¡Dios mío ...! Me
levanto penosamente; en el espejo, sobre
el cráneo del veterinario, veo
deslizarse
un rostro inhumano."
Jean-Paul Sartre
Jean-Paul Sartre